Enrique Ruz

Durante las últimas semanas, de forma paralela al intento y esfuerzos que hacíamos un grupo de personas para dar sentido y justificación de ser a una iniciativa que defendiera la Ética; iniciativa que empezábamos a debatir si debiera arrancar a partir de una plataforma en formato jurídico de Fundación o Asociación, sin antes tener claras las ideas de hacia dónde vamos, …; me debatía mucho y con gran dolor sobre cómo explicar a mis amigos y más tarde a quienes se acercaran a nosotros, qué entendemos por Ética o por Educación en Valores si así podemos también llamarle.

Cómo puede ser posible que, mientras yo la entiendo desde una perspectiva elevada desde le ética filosófica, haciendo referencia al espíritu oriental filosófico, a la época presocrática o recurriendo incluso a la filosofía contemporánea; sucede que en diversas partes del mundo las bombas se lanzan y caen, inmisericordes, dejando tras su paso un número ingente de seres humanos asesinados; o bien se suceden situaciones políticas más próximas a nosotros que bien pudieran abrir en sí mismo un debate de ética; o bien se producen hechos que alimentan teorías conspiratorias que como siempre a lo largo de todas las civilizaciones que nos han precedido, han dado lugar a aumentar la insatisfacción, la falta de crédito y la inseguridad anímica y en resumidas cuentas, al alejamiento de la felicidad.

Y cómo es que todo ello sucede en nombre de un valor que se intenta alinearlo continuamente con le ética, el cual es la justicia.

La información periodística, las cámaras y las redes sociales han transformado la historia en espectáculo y aunque crean identificación y generan información y conocimiento, enfrían las emociones y soliviantan las tensiones. Crean una confusión sobre lo real tal, que resulta moralmente analgésica. Se puede sentir una inclinación a mirar imágenes que registran grandes tensiones, disputas, crueldades y crímenes, pero se debería sentir la obligación de pensar en lo que implica mirarlas, en la capacidad efectiva de asimilar lo que muestran y sobre todo, la inclinación a verlas con espíritu crítico.

En nuestra sociedad, y no sé si recalcar, que especialmente en la sociedad española, tenemos la tendencia a la discusión eludiendo el diálogo. De hecho disfrutamos y nos rodeamos de un entorno alineado con nuestra posturas, nuestras visiones, bien sean de fútbol, de religión o de política, … de los temas que pudieran crear discusión. Y porque no buscamos tanto el dialogo, sentimos la comodidad de rodearnos de quienes nos dan la razón, de quienes piensan como nosotros y sabemos que nos van a dar la razón y además, nos van a alentar y dar argumentos para asentarnos más en nuestra posición.

Huimos de rodearnos de las personas que piensan diferente porque nos obliga a alcanzar una postura tolerante y de aceptación por evitar la discusión.

Hay quien se ampara, aduciendo que los seres humanos no intentan más que prevalecer en la existencia a pesar de todo y de todos. Y que de hecho eso hacen. Que nada importa salvo mantenerse a salvo. Y que, por lo tanto, la guerra, el conflicto bélico, la beligerancia política no son más que argucias de la razón, para que la historia avance inexorable.

La ética ha quedado supeditada al servicio de intereses económicos o políticos, mientras gobiernos y empresas guardan un atronador silencio que tan solo delata sus intenciones.

Mucho se habla últimamente, sobre todo desde las tribunas políticas institucionales, de la necesidad de acogernos a la Declaración Universal de Derechos Humanos. El Gobierno de Reino Unido crea incluso el Ministerio del sentido común, pero lo crea con un personaje al frente como es Esther McVey, ultraconservadora acreditada. Gerifaltes de una y otra parte del mundo se pasean alegremente de cumbre en cumbre refiriéndose a ello y a la exigencia de trazar una ética mínima global mientras los misiles, el hambre y la muerte campan a sus anchas a las afueras de palacios y residencias presidenciales.

El quebranto de los derechos más fundamentales se está llevando a cabo en nombre del progreso, del crecimiento económico e incluso en nombre de la justicia. Los derechos humanos se han transmutado en una suerte de mercancía negociable, solo aplicable a quien se la puede sufragar. Su carácter inalienable queda en entredicho, dependiendo de quién sienta las bases de lo que son el progreso y la justicia.

La ética está sangrando por todos sus poros. Mientras los gobiernos sigan manteniendo, sin pudor ninguno, una política de bandos enfrentados, entre los pueblos en paz y los pueblos en guerra, la deliberación racional no será más que un privilegio ejercido por una clase acomodada que intenta imponer al resto su manera de pensar, de sentir, de actuar.

La ética, y con ella los derechos humanos, se ha convertido en un eficaz disfraz que ampara cualquier tipo de estrategia económica, permitiendo –perpetuando y legitimando– con ello la desigualdad global, la libre explotación y, sí, también las guerras. El lenguaje político mismo está repleto de esta belicosidad, y empuja a la población a posicionarse de parte de quienes están del lado del «progreso» o de quienes pretenden atentar contra él.

La ética como una treta política más. Así, la polarización está servida.

Los partidos políticos saben muy bien que la estrategia política más efectista y efectiva siempre fue, es y será la misma: el miedo.

Debemos trabajar, quizás desde esta asociación, en fomentar herramientas intelectuales y emocionales, que refuercen el decidir qué es lo bueno y qué es lo malo con independencia de quién pone las reglas para pensar y sentir.

Porque esas reglas, casi siempre, están viciadas por numerosos intereses que intentan atraer, manipular y utilizar nuestra atención y nuestra voluntad.
Porque nada nos daña tanto, moralmente, como sentirnos marionetas de un destino implacable, que es lo que nos muestra la actual sociedad.

Ya lo dijo Aristóteles que “el ruido del dinero nos hace sordos al resto de perspectivas posibles”.